«Traté de
apartar a Effing de mi mente, luego retrocedí como medio metro y empecé a mirar
el cuadro con mis propios ojos. Una luna llena perfectamente redonda ocupaba el
centro del lienzo -el centro matemático exacto, me pareció- y este pálido disco
blanco iluminaba todo lo que había por encima y por debajo de él: el cielo, un
lago, un árbol grande con ramas como arañas y las montañas bajas del horizonte.
En primer término había dos pequeñas zonas de tierra, separadas por un riachuelo
que corría entre las dos. En la margen izquierda se veía una tienda india y una
hoguera; parecía haber varias figuras sentadas alrededor del fuego, pero era
difícil distinguirlas, eran sólo mínimas sugerencias de formas humanas, unas
cinco o seis, enrojecidas por el reflejo de las ascuas de la hoguera; a la
derecha del árbol grande, separada de las otras, se veía una solitaria figura a
caballo que miraba por encima de la corriente, completamente inmóvil, como
perdida en sus pensamientos. El árbol que tenía detrás era unas quince o veinte
veces más alto que él y el contraste le hacía parecer enano, insignificante. Él
y su caballo no eran más que siluetas, perfiles negros sin profundidad ni
individualidad. En la otra margen las cosas eran aún más tenebrosas, casi
totalmente sumidas en las sombras. Había unos cuantos árboles pequeños con las
mismas ramas como arañas del árbol grande y luego, en la parte inferior, una
diminuta mancha de claridad que me pareció podría ser otra figura (tumbada de
espaldas, tal vez dormida, tal vez muerta, tal vez contemplando la noche) o tal
vez los restos de otra hoguera, no pude llegar a una conclusión. Me entregué de
tal modo al estudio de estos oscuros detalles de la parte inferior del cuadro
que cuando finalmente levanté la vista para examinar otra vez el cielo, me
sorprendió ver lo luminoso que era todo en la mitad superior. Incluso teniendo
en cuenta la luna llena, el cielo parecía demasiado visible. La pintura
brillaba a través de las agrietadas capas de barniz que cubrían la superficie
con una intensidad antinatural, y cuanto más me adentraba hacia el horizonte,
más luminoso se volvía ese resplandor, como si allí fuera y las montañas
estuvieran iluminadas por el sol. Una vez que noté esto, empecé a ver cosas
raras en el cuadro. El cielo, por ejemplo, tenía una tonalidad fundamentalmente
verdosa. Salpicado por los bordes amarillos de la nubes, se arremolinaba en
torno al árbol grande en un denso torbellino de pinceladas, adquiriendo forma
de espiral, un vórtice de materia celestial, en el espacio profundo. ¿Como
podía ser verde el cielo?, me pregunté. Era del mismo color del lago, y eso no
era posible. Excepto en la negrura de la más negra de las noches, el cielo y la
tierra son siempre diferentes. Blakelock era claramente un pintor demasiado
diestro para no saber esto. Pero si no había intentado representar un paisaje
real, ¿qué era lo que se había propuesto? Hice todo lo que pude por
imaginármelo, pero el verde del cielo me lo impedía. Un cielo del mismo color
que la tierra, una noche que parecía el día y todas las formas humanas
empequeñecidas por la grandeza del paisaje, sombras ilegibles, simples
ideogramas de vida. No quería hacer juicios simbólicos atrevidos, pero,
basándome en la evidencia del cuadro, no parecía tener alternativa. A pesar de
su pequeñez en relación con el entorno, los indios no revelaban ningún temor ni
ansiedad. Estaban cómodamente sentados, en paz consigo mismos y con el mundo, y
cuanto más pensaba en ello, más me parecía que esa serenidad dominaba el cuadro.
Me pregunté si Blakelock no habría pintado el cielo verde para poner de relieve
esa armonía, para mostrar la conexión entre el cielo y la tierra. Si los
hombres pueden vivir cómodamente en su entorno, parecía decir, si pueden
aprender a sentirse parte de las cosas que les rodean, entonces quizá la vida
en la tierra estará imbuida de un sentimiento de santidad. Naturalmente, era
sólo una suposición, pero se me ocurrió que Blakelock había pintado un idilio
norteamericano, el mundo que los indios habían habitado hasta que apareció el
hombre blanco para destruirlo. La placa que había en la pared decía que el
cuadro había sido pintado en 1885. Si la memoria no me fallaba, eso era justo a
la mitad del periodo del Último Baluarte de Custer y la masacre de Wounded
Knee; en otras palabras, al final, cuando ya era demasiado tarde para conservar
la esperanza de que ninguna de estas cosas sobrevivieran. Tal vez, pensé, este
cuadro quería representar todo lo que habíamos perdido. No era un paisaje, era
un monumento, una canción fúnebre para un mundo desaparecido».
(Fragmento de "Moon Palace", Paul
Auster, 1989).
"Moonlinght", Ralph Albert Blakelock, 1885.
¿Dónde está el arte?
¿En la pintura o en el texto?
¿O está en la luna?
¿En la pintura o en el texto?
¿O está en la luna?
3 comentarios:
brillante mi querido amigo
Brillante es un buen adjetivo Pepe. Cuando puedas comprarte el libro, ni lo dudes.
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