martes, 27 de noviembre de 2012

El Aficionado


"Posponer alarma", y cierra sus ojos otra vez. La inmediata caída de sus párpados finaliza, precisamente, al sonar el clic de la tecla presionada, como si el sonido proviniese del cerrar de sus ojos y no de su celular, como si fuese un robot que acaba de ser desconectado, desprovisto de su fuente de energía. Aunque este acto reflejo acaba de ser realizado durante la inercia de su sueño, ahora, está pensando. Piensa en seguir durmiendo. Se siente tan cansado que incluso cruza por su mente la idea de quedarse en la cama, de no ir a trabajar. Sería fantástico despertar respirando ese particular olor a mediodía, mistura del perfume de los líquidos de limpieza aplicados en el palier, que se filtran por las rendijas de la puerta principal, junto a los sabrosos aromas que, con manifiesta actitud invasora, trepan hasta su balcón desde la contigua casa de comidas para llevar. Se imagina cómo despertaría, contemplando desde su cama el caluroso resplandor del sol que entra por la ventana del living, mientras en su habitación aún predomina una fresca, reconfortante y sosegada oscuridad.
Podría llamar a la oficina y avisar que hoy no va a ir a trabajar, podría decir que se siete muy enfermo. Nadie se molestaría en corroborar que ese malestar sea cierto. Seguramente, su jefe le diría que no hay problema, que él se encarga de notificar esto a Recursos Humanos, y listo, que haga reposo y que intente ver a un médico. Su jefe, que finalizaría la hipotética conversación telefónica deseándole una pronta mejoría, sabe que es un empleado muy responsable. Ha demostrado el compromiso con su trabajo en tantas oportunidades que casi sería una pena flagelar de tal modo esa imagen generada en su entorno laboral. Si esta concepción se refiriese exclusivamente a lo que opinan sus compañeros de oficina, no le afectaría tanto la situación, pero sucede que él también se considera un profesional responsable. Profesional deriva de profesar, y él, claramente, no profesa su trabajo. Una cosa es disfrutar medianamente lo que uno hace y otra cosa muy distinta es "profesarlo". Profesar, palabra eclesiástica si las hay. ¿Habrá sido fruto de un paulatino sinceramiento lingüístico que una palabra tan vinculada a la iglesia sea utilizada actualmente para referirse al trabajo que una persona hace a cambio de una retribución económica? No, no va a seguir durmiendo - y esa última reflexión es innecesariamente rebuscada. Voltea su cabeza sobre la almohada, reforzando la unión entre sus párpados, pero una especie de angustia, que casi puede saborear en su boca, lo incomoda hasta el hartazgo. ¿Si un profesional es lo opuesto a un aficionado, no será que lo interesante pasa por ser un aficionado, a cada actividad que despierte nuestro interés, a las pequeñas cosas, a la vida misma?
Súbitamente, abre los ojos y se destapa casi por completo. Todavía está lavándose la cara cuando la alarma de su celular comienza a sonar por tercera vez en el día. El agua está a punto de romper hervor al terminar de abrochar su camisa, mientras, con su mano libre, toma el control remoto y enciende el televisor. Después del primer sorbo de café, el tono exclamativo del conductor del noticiero matutino llama su atención; su mirada, que hasta ese momento permanecía perdida en la vaporosa taza, se dirige hacia la pantalla. Una situación dramática ocurrió anoche en uno de los barrios más tradicionales de la ciudad. Una familia ha sido víctima de una banda de delincuentes. Solo la madre y el hijo del medio siguen con vida. Al parecer, mientras la mujer iba a buscar a su hijo, que había salido para ir al cine con sus compañeros del club, una banda de tres maleantes entraba a su casa para golpear y amordazar a su marido y a sus otros dos hijos: Tomás y Camila, de 9 y 16 años respectivamente. 
Según cuenta el relato, los asesinos buscaban dinero en efectivo, que no encontraron en cantidades significativas, y objetos personales de algún valor económico, electrodomésticos y demás. Las imágenes muestran la fachada de la vivienda durante horas de esta madrugada ,junto a algunas tomas panorámicas de la calle sobre la que se encuentra la casa de esta familia que ha sido alcanzada por tal desgracia. Una de las tantas malas jugadas del destino. Destino que, aprovechando el recorrido por el barrio, también ha intervenido para que Manuel Justos aparezca ahora en primer plano. Justos es la única persona que el reportero ha logrado conseguir como testigo durante esta mañana, cuando el cielo todavía guardaba algunos tonos rosáceos del amanecer. Seguramente, podrían haber conseguido una entrevista más interesante si hubieran aguardado un rato más en las inmediaciones de aquella morada de clase media-alta, ya que Justos no vio ni escuchó nada durante los minutos en los que esta familia era parcialmente desmembrada. Pero estas notas tienen que estar servidas en la mesa bien temprano, como si fuesen las tostadas que acompañan el desayuno. La razón antes expuesta hace que el entrevistado sea menos atractivo para las cámaras, pero al menos Justos conoce a las víctimas lo suficiente como para decir a que se dedican - o mejor dicho, dedicaban - el reciente difunto y su correspondiente viuda, todavía ama de casa.
Nuevamente, siente una extraña incomodidad, una especie de asco empalagoso que, sin poder distinguir si es producto de lo que muestra la pantalla o de haber elegido encenderla, recorre su cuerpo. De repente, la inquietante sensación toma definición en un impulso - algo infantilmente iracundo - que embriaga su brazo derecho, que toma el control remoto y, hundiendo el botón de encendido con toda la fuerza de su pulgar, apaga el televisor. Inmediatamente lo suelta, como si el dispositivo estuviese en llamas, resultando insoportable retenerlo un segundo más en la palma de su mano. Ya en silencio, su cara refleja su descontento, como si dijese: "Si este es el precio que tengo que pagar para saber cuál será el clima de hoy, prefiero volver a casa con un resfrío".
Afuera, el sol ya tomó altura, sabiendo que hoy no habrá nubes ni vientos que le quiten protagonismo. Brindándose de manera gratuita y pública, como un derecho innegable a todo ser vivo. Dispuesto a ofrecer el mejor fulgor a quienes asistan a su espectáculo. Suponiendo que habrá quienes sepan apreciar su majestuoso e incondicional esfuerzo. Confiando que la gente hablará del hermoso clima primaveral que hoy se ofrece a todos, a cada uno. Ignorando a una multitud de profesionales que, ansiosos por dar apertura a la temporada alta de los aires acondicionados, no aguantaban un minuto más para estrenar los aparatos que creyeron comprar con descuento cuando todavía era invierno, y que seguirán pagando cuando llegue el próximo.